Lo cierto es que entramos en aquella casa con mucha ilusión. A pesar de que apenas nos habíamos parado a mirarla con detalle –es lo que ocurre cuando le compras la vivienda a un amigo-, intuíamos que iba ser un piso para toda la vida: Mi mujer, el nene y el perrito que nos ladraba en una casa nuestra…

… Pero, ¿quién nos mandaría comprarle la vivienda a mi (ex)amigo? Aquello era la casa del disimulo… Las alfombras tapaban un suelo irregular y más feo que la fealdad; los cuadros eran la forma de disimular unas humedades en las que se podrían cultivar champiñones; las cañerías sonaban al volumen de un concierto de Metallica (por eso nos habían puesto música cuando visitamos la casa)…  Vaya, que no habíamos firmado un contrato sino un di-sí-mulo.

suelos

Encima, nos habíamos dejado lo que teníamos y lo que no en la hipoteca: funcionó el aval de Satanás y el ritual de magia valaca, de modo que el banco nos concedió un préstamo a cambio de entregarles un tercio de nuestra alma y derecho de pernada sobre nuestros descendientes durante seis generaciones. Que la hipoteca nos había arruinados de por vida a nosotros y a nuestros herederos durante un par de siglos, digo.

– Repaso de la situación –dije- tenemos una casa que se cae a pedazos y la cuenta del banco en números rojos para los próximos setenta años ¿Alguien tiene un plan?

– ¿Y si cultivamos champiñones en las paredes? –sugirió mi esposa. Yo tampoco recuerdo qué vi en ella.

El chico, con sus seis meses, se dedicaba a usar un cable suelto como mordedor y, habida cuenta de que el perro tampoco parecía por la labor de aportar ideas (¡menudo susto, si lo hubiera hecho!), nos fuimos el animalito y yo a dar un paseo. Es curioso ver la cantidad de problemas que se resuelven dándose una vuelta.

Más por desahogarme que por creer que alguien podía darme una solución, conté entre la pandilla de los paseantes de perros en el parque lo que me estaba pasando en la nueva casa. Y Lucía, la dueña de un fox terrier que había desarrollado una malsana obsesión con mis pantalones (el perro, no Lucía) me habló de una empresa que te podía sacar del paso a un precio bastante razonable.

La idea es que les cuentes, entrando en su web, la reforma que necesitas en tu casa; entonces ellos seleccionan para ti las tres mejores ofertas de cuantos profesionales del sector trabajan con ellos (una buena cantidad, por cierto). Tú eliges quién quieres que te haga la obra y al precio que mejor te venga. Además, le envías una valoración de los obreros a esta agencia, de modo que sólo los mejores y los más serios pueden colaborar en ella.

No me lo pensé demasiado: en cuanto llegué a casa, le gorroneé el wifi al vecino, entré en la página y solicité los presupuestos. De los tres que me llegaron, elegí el segundo más barato –era el proyecto más completo después de todo-. Y en cuestión de unas semanas de obra iba teniendo una casa en la que poder vivir, con cañerías silenciosas, un precioso suelo de tarima y unas paredes, para disgusto de los amantes de la micología, secas y bien pintadas.

Si quieres más información sobre la empresa que me proporcionó los presupuestos, visita esta página o llama al 91 809 17 64.